La pequeña aguja del despertador señalaba las nueve. Sin
embargo, la precaución había sido innecesaria: eran poca más de las ocho y
Miguel estaba despierto. La mañana se dibujaba apenas en el balcón haciendo
presentir un día oscuro de niebla. El tic-tac del reloj sonaba metálico en la
atmósfera tibia del cuarto. Miguel tenía la misma sensación de pesadez que
todas las mañanas le llenaba los ojos, aquella sensación que le obligaba a
mantener durante un rato los párpados medio extendidos.
Tardó en espabilarse. Sentía en la piel el contacto cálido
de las sábanas que le sumía en un agradable abandono. No tener que moverse; no
tener que pensar. Eso deseaba en aquel momento. Pero a medida que sus ojos se
iban refrescando su mirada se iba deteniendo en los objetos ya delimitados, el
pensamiento comenzaba a penetrar en la vida real. "A las diez debo estar
en la estación."
Permanecía inmóvil en la cama. Ahora que las ideas se habían
concentrado, su vista quedó fija en un punto vacío del techo. "A las nueve
tengo que levantarme." "A las diez, sin falta, debo estar allí."
A su lógico razonamiento se oponía, no obstante, de un modo casi imperceptible,
el placer físico que sentía. Un pliegue de la sábana se había introducido en su
axila izquierda y al respirar le rozaba suavemente. "Estar así mucho
tiempo, horas, el día entero." Con un levísimo giro de cabeza miró el
despertador: las nueve menos veinte. Qué deprisa pasaba el tiempo.
De repente, el repicar continuo de una campana le sobresaltó.
Vino un instante en aumento y volvió a desvanecerse junto con el ruido de un
motor. Una ambulancia, o un coche de bomberos, se dijo. Pequeñas cosas que
turbaban la paz. También la obligación de ir a esperar el tren... Molesto. Las
estaciones están siempre sucias y huelen mal, a carbón apagado con agua, a
orines. Luego, los trenes no llegan nunca a su hora... A las diez, le dijeron
cuando consultó a información. Llega a las diez en punto.
Entonces, por primera vez en la mañana, pensó en Rosa. Sí,
por eso tenía que ir a la estación, porque venía Rosa. Porque, seguramente,
vendría. A su derecha, en el cajón de la mesilla de noche, estaba la larga
carta. Al final de la carta ella le decía: "No puedo seguir aquí. Me da
miedo lo que dejo atrás; sí, me dan miedo todos los que dejo. Pero no puedo
más, tú lo sabes bien. Llegaré en el exprés el día catorce. Si no llegara ese
día no vuelvas a pensar en mí porque será que algo ha vencido mi
decisión."
Miguel, al recordar la carta, se dio cuenta de lo absurda
que era su actitud. Una dulce desgana lo tenía inmovilizado en la cama. En
aquel momento habría sido incapaz de la más mínima reacción. Y, sin embargo,
Rosa estaría camino de Madrid; y, probablemente, no habría podido dormir en
toda la noche de viaje pensando en los que dejaba. En un hombre sórdido,
mezquino, pero que tenía sobre ella derechos adquiridos; en una rancia familia
que quedaría asombrada, escandalizada; en una pequeña ciudad de provincias que
lanzaría, ávida, su nombre para que rebotara de charco en charco. Todo aquello
significaba mucho. Y Miguel se hallaba tendido, impasible, inexplicablemente
envuelto en una niebla de apatía.
¿Qué quería? ¿Qué deseaba en la vida? Le había pedido varias
veces a Rosa que viniera con él. ¿Acaso ahora no se sentía contento ... ?
Miguel pensó que quería que Rosa viniera. Sí, quería verla,
verla continuamente, llenando con sus ojos oscuros aquel cuarto demasiado
apacible. demasiado vacío...
Tras los cristales crecía la claridad. Las sombras del
cuarto comenzaban a disiparse y los objetos surgían en su diaria postura.
Miguel estiró los brazos. Se frotó la cara con ambas manos. Luego paseó la
vista por las paredes. Todo lo que veía, la lámpara, los cuadros, las cortinas,
le era tan familiar que nunca había llamado su atención. Fue examinando cada
cosa con detenimiento. De vez en cuando surgía la figura morena de Rosa. Cuando
Rosa llegara, todos aquellos objetos adquirían de pronto un sentido distinto.
Ahora eran espectadores mudos de su vida vacía. ¿Y luego? ¿Qué era Rosa para
él? ¿Qué era él? Adónde iba?
Tal serie de preguntas se las hacía con frecuencia Miguel
partiendo de cualquier motivo. Y nunca hallaba respuestas. Quizá, en el fondo,
a eso se debiera la venida de Rosa. Él se lo había pedido. ¿Por qué? Miguel,
desde muy joven había tenido un claro deseo: la libertad, la independencia.
Pronto la consiguió. Pero ahora, paradójicamente, esa libertad lo tenía
aprisionado. Porque en cada acción hipotecaba una parte de su libertad, y si él
tendía a conservarla íntegramente, el resultado era una continua
inmovilización.
El timbre del despertador sonó con estridencia. Miguel
apretó el botón del freno y el cuarto volvió a quedar en silencio. Después,
lentamente, se levantó, encendió un cigarrillo y fue al cuarto de baño. En
pocos minutos estuvo aseado y vestido.
Cuando salió a la calle flotaba en el aire una fría neblina.
El cielo, opaco, gris desvaído, cubría los tejados de una humedad triste. Con
el cuello de la gabardina subido, las manos hundidas en los bolsillos, bajó por
la calle de Almagro hasta desembocar en la plaza de Alonso Martínez. Allí tomó
un taxi.
-A la estación de Atocha -dijo al chófer.
Y de nuevo, mientras recorría la calle de Génova, el paseo
de Recoletos, el Prado, sintió, como al despertar, que un vago cansancio se
sobreponía a sus pensamientos y lo hundía en la más completa indiferencia.
Entró en la estación. Se dio cuenta de que se había
apresurado en exceso: faltaba más de un cuarto de hora para la llegada del
tren. En la estación, entre el vapor pálido de las locomotoras y el frío
pegajoso del amplio recinto, la mañana de invierno pesaba como una manta
mojada. Miguel notó que la humedad le atravesaba la ropa y le empapaba la piel.
Debía esperar todavía más de un cuarto de hora. Se puso a pasear por los andenes.
Había mucha gente. Unos esperaban, como él; otros eran viajeros que iban
ocupando un largo tren próximo a partir. El rumor denso de las conversaciones
era cortado de vez en cuando por la sirena de una máquina en maniobras. Miguel
se cansó pronto de pasear; compró un periódico y buscó un banco vacío. Se
sentó. Leyó los titulares de la primera plana: "La reunión de Ministros de
Asuntos Exteriores de las grandes potencias". "Entrega de un
pergamino al alcalde de Lisboa" "Se aprueba el presupuesto
extraordinario ...". En su cara se dibujó un gesto de hastío. Nada de
aquello tenía interés. Las mismas noticias de todos los días con pequeñas
variantes; cosas vulgares, apariencias sin sentido.
Un hombre se sentó en el banco a su lado. Al hacerlo, le dio
un golpe en el brazo.
-Oh, perdone... perdone... -se excusó.
-No es nada -contestó Miguel.
Y continuó leyendo. Sin embargo, al poco advirtió que el
hombre no podía estarse quieto. Lo miró de reojo, con disimulo. El hombre
parecía hablar solo. Era bajo y encorvado. Tenía el pelo muy largo, de color
blanco amarillento, y la piel oscura y arrugada. Vestía de negro; un traje
raído con reflejos verdosos en los codos y en las bocamangas. El hombre que
silabeaba algo en silencio, sorprendió la mirada de Miguel. Su cara enjuta, de
pergamino, se abrió en una sonrisa.
-Espero el exprés de Andalucía. ¿Usted también? -dijo.
Antes de que Miguel pudiera contestarle añadió:
-Oh, usted perdone, no me haga caso, le estoy molestando...
Miguel no sabía qué responder.
-No, no se preocupe, no molesta... -dijo al fin.
-Es que, sabe, espero a mi hija que viene de Sevilla. Y hace
tanto tiempo que no la veo... Casi cuatro años.
-Sí.. claro... respondió Miguel maquinalmente.
Quedaron callados. El hombre se revolvía, inquieto, en el
asiento. Constantemente miraba a la entrada de la estación, al boquete blanco,
de luz, por donde debía llegar el tren. Miguel lo observó ahora sin recato. Sus
ojos, pequeños y vivos, sostenían dos grandes bolsas negruzcas. En la frente se
le notaban las venas, gruesas, entrecruzadas, de color azul intenso. Los labios
desaparecían dentro de la boca. Miguel calculó que podía tener unos sesenta y
cinco años; quizá menos, aunque hacía el efecto de haber envejecido de pronto.
De repente, el hombre se puso a hablar apresuradamente, sin
apartar la vista del semicírculo de luz.
-Mi hija, sabe, es una muchacha muy buena, pero tuvo un día
un arrebato... sí, esas cosas que pasan a veces... y se fue de casa. Se fue, se
fue con un hombre. Yo he sufrido mucho en estos cuatro años. Me decían que
había tenido yo la culpa. Hasta Luisa, mi mujer, me lo decía. Pero no, yo no
tuve la culpa. Yo la quería y la quiero mucho. Sólo le decía que aquel hombre
no me gustaba. ¡Ya ve! Yo deseaba para ella lo mejor... Nada más...
Miguel se le quedó mirando con un gesto de absoluta
sorpresa. El hombre seguía, con la vista perdida en la boca luminosa de la
estación. Todo aquello era absurdo; era ridículo que aquel tipo le contara una
historia íntima que nada le interesaba. Poco importaba que la historia fuera
falsa o verdadera; a él no le interesaba, y eso era bastante. ¿Qué pretendía
aquel hombre? Miguel lo examinaba ahora con recelo. Pero pronto la sospecha se
le disolvió en una sensación de lástima.
El viejo estaba sentado en el borde del banco, inclinado
hacia adelante. Su aspecto derrotado resaltaba más por la agitación que le
invadía. Cuando volvió a hablar las bolsas de los ojos le temblaron
ligeramente:
-Pero yo la he perdonado... Luisa mi mujer, no. Aunque la
perdonará también, cuando llegue, estoy seguro. Estas cosas hay que
perdonarlas, ¿verdad?
-Sí, desde luego... -aventuró Miguel, confundido.
El hombre sonrió nerviosamente.
-Usted que es joven lo comprenderá...
Un largo silbido cruzó el aire calmo. El tren que se hallaba
en el primer andén comenzó a moverse con pesadez. Iba repleto de viajeros. El
ruido seco, intermitente, de la marcha inicial fue convirtiéndose en un rumor
continuo. De las ventanillas surgieron pañuelos blancos, agitados, como
pequeños relámpagos, sobre el fondo oscuro del tren. Hasta que la negra fila de
vagones desapareció más allá de la claridad.
Miguel no advirtió la salida del tren. Un cúmulo de
pensamientos, de interrogaciones, giraban con rapidez en su mente. Aquel viejo
extraño que le hablaba de su hija; Rosa; su existencia tranquila, aburrida; el
capricho del azar que había puesto a su lado a aquel desconocido; la frase
última del hombre: "usted que es joven lo comprenderá". ¿Qué quería
que comprendiera? No, él no comprendía nada. La casualidad los había reunido en
la espera y Miguel no comprendía por qué hablaban...
La voz del hombre, cascada, impaciente, lo sacó de su
confusa meditación:
-Trae retraso. Siempre traen retraso los trenes, aunque no
lo anuncien.
Miguel miró distraídamente su reloj de pulsera. No se dio
cuenta de la hora que marcaba. Pero, en efecto, pasaban ya unos minutos de la
hora señalada.
-Voy a ir un momento, aquí... al reservado -dijo el hombre,
y sonrió torpemente . Si viera venir el tren haga el favor de avisarme
enseguida, si no le molesta.
-Sí, sí, le avisaré.
Se levantó y corrió hacia la puerta de servicios. Sus
piernas, cortas, endebles, vacilaban en la carrera; a cada paso parecía que se
iba a desplomar sobre el andén.
Solo en el banco, Miguel dejó de pensar en el hombre. De
súbito, la imagen de Rosa le llenaba. Sentía ahora un deseo impaciente de que
Rosa llegara, de tenerla pronto a su lado, como si el viejo le hubiera
contagiado el nerviosismo de la espera. Entonces pensó en la posibilidad de que
ella no viniera. "Si no llegara ese día, no vuelvas a pensar en mí ...
" No, no podía ser. Rosa tenía que llegar. Ahora comprendía que le hacía
falta su presencia. Como al viejo la de su hija. Le era necesaria. No podía
encontrarse de nuevo en su cuarto, cómodo, despreocupado, sin vida...
Volvió el hombre y se sentó de nuevo junto a él. Entrelazó
los dedos sobre las rodillas y se quedó mirando fijamente a la vía.
Impensadamente, Miguel le preguntó:
-¿No tiene más hijas que la que espera?
-Nada más; es la única que tenemos. Sólo pensamos en ella.
¿En qué otra cosa vamos a pensar? Sí, Luisa la perdonará. Hay que olvidar las
faltas de los demás. Yo, al menos, así lo creo, y...
El hombre cortó la frase. Puso una mano sobre el brazo de
Miguel; alzó la cabeza y abrió mucho los ojos.
-Ya viene. ¿No oye? Sí, ya viene. Usted me perdonará...
Se levantó casi de un salto y anduvo rápido por el andén,
pegado a la vía, en dirección al arco iluminado por la débil luz de la mañana.
Miguel se levantó también y caminó despacio, viendo cómo se empequeñecía, al
alejarse, la silueta del viejo.
Llegaba el tren. Sobre las cabezas de la gente que se
dirigía a la boca de la estación, la mole oscura de la locomotora se acercaba
con un ruido cansado. A la repentina emoción que la presencia próxima de Rosa
producía a Miguel, se unía ahora una honda curiosidad por ver la llegada de
aquella otra mujer a la que el viejo esperaba. Ver su rostro gastado al abrazar
a la hija; conocer a la desconocida. Sin embargo, cuando intentó localizar al
viejo, su figura menuda se había perdido entre la multitud.
El tren se detuvo. A cada ventanilla se asomaban dos o tres
caras sonrientes cubiertas por un velo de fatiga. Miguel recorría los vagones
con paso rápido. Buscaba ansiosamente entre las caras de los viajeros. Viene el
tren lleno, demasiado lleno -se dijo.
Al fin distinguió a Rosa. Se inclinaba hacia afuera, en el
penúltimo vagón, agitando el brazo en el aire.
Subió al departamento. Cuando abrazó a Rosa sintió una gran
tranquilidad, como si descansara de un trabajo violento, agotador. Rosa tenía los
ojos encendidos, húmedos, rodeados de una sombra violácea.
Durante un rato, frente a frente, muy cerca uno de otro,
permanecieron casi en silencio. Palabras cortadas, breves frases que la emoción
contenida hacía resonar en el estrecho departamento del coche cama. Luego, la
voz de un mozo que les ofrecía sus servicios distrajo su atención a la
ventanilla. El mozo cargó el equipaje y bajaron.
El andén estaba ya casi vacío. Los últimos viajeros se
dirigían a la salida. Miguel llevaba a Rosa del brazo. De su pelo negro,
brillante, emanaba un suave perfume de romero. Callados, caminaban lentamente.
Miguel, sin darse cuenta, apretaba con fuerza el brazo delgado. Sentía, bajo la
tela fina de la manga, el calor dulce de la carne. Y tenía una vaga impresión
de hallazgo, como si hubiera encontrado de pronto algo que por mucho tiempo
había buscado desesperadamente.
Cuando llegaban a la salida, se detuvo en seco. Acababa de
ver al viejo. Estaba junto a la puerta, un poco jadeante, caídos los brazos, en
los ojos una mirada de cansancio, de desencanto. La triste expresión del viejo,
allí, solo, buscando ansioso entre los viajeros rezagados, le produjo una
mezcla de malestar y ternura. "¿Por qué está ahí solo?" "¿Por
qué no ha venido su hija?"
Rosa miraba extrañada a Miguel, que seguía, parado, con la
vista fija en el hombre.
-Vamos -le dijo-. ¿Qué miras?
-Nada, nada... -respondió él, rápido- Vamos...
Siguieron andando. Al pasar al lado del viejo, el mozo que
llevaba las maletas lo saludó. Le preguntó:
-¿Qué, don Jacinto, no ha venido?
En la cara del viejo se dibujó un gesto de dolor resignado.
-No... no... Parece que no... -contestó débilmente.
-Vaya, lo siento.
-Gracias, gracias...
Salieron del recinto de la estación. Cuando Rosa se hubo
acomodado en el taxi, mientras Miguel pagaba al mozo, le preguntó:
-Ese señor... el que estaba en la puerta... Dígame: ¿lo
conoce?
-Sí. Bueno... -el mozo alzó las cejas- lo conozco sólo de
verlo por aquí... Hace casi un mes que viene todos los días a esperar el exprés
de Andalucía.
-¿Que viene todos los días?
-Sí... Espera a una hija, según dice. No sé; es un hombre,
sabe usted, algo raro...
Miguel subió al taxi. Comenzaba a caer una lluvia ligera.
Recorrieron varias calles en silencio. Miguel pensaba en el
hombre de la estación. En el parabrisas del coche, entre las relucientes gotas
de agua, veía su expresión descorazonada, tristísima.
De repente, Rosa se apretó contra él.
-Los últimos días, hasta esta misma noche he estado
dudando... Tenía miedo -le dijo.
-¿Miedo? Miguel pasó la mano por el pelo de Rosa-. No;
olvídalo. Ya verás, ellos también lo olvidarán pronto.
-No, no era miedo de ellos; ése creo que lo vencí. Tenía
miedo pensando en ti.
-¿En mí?
-Sí, Miguel. Es una tontería, sabes... Pero, no sé por qué,
estaba imaginando tu despertar. Y te veía de una forma muy extraña, mirando tu
cuarto desde la cama, ajeno a todo; al cuarto, a la mañana gris, lluviosa, que
así la presentía, tal como está. Y ajeno también a mí, como si no me
conocieras, como si yo fuera algo extraño que se introducía de pronto en tu
vida...
Miguel apretó la mano tibia de Rosa.
-Qué cosas más raras se te ocurre pensar...
No hay comentarios:
Publicar un comentario