La nieve congelada era espesa, durísima,
pero no muy alta; Klen tenía las piernas largas, y caminaba con paso acelerado
por la carretera que va de Zagrabia a Ponikly. Andaba así, tan de prisa, porque
a medida que el crepúsculo avanzaba hacíase el frío más intenso; cosa poco
agradable para quien, como él, llevaba vestidos tan ligeros. Una casaca corta,
y encima un abrigo de pieles más corto todavía; unos calzones negros, que no le
llegaban al tobillo, y un par de botas cuajadas de tajos y remiendos. Este era
todo su equipo. En la mano llevaba un oboe; en la cabeza, un sombrero, a través
del cual podían verse las estrellas, y en el estómago, unas cuantas copitas de
ron.
Su espíritu vibraba presa de la serena
emoción que nace de la alegría, y su corazón rebosaba de inmenso júbilo. Y a fe
que tenía motivos sobrados para estar contento. Aquella misma mañana había
firmado un contrato con el canónigo Krayewski en virtud del cual entraba en
posesión del destino de organista en la parroquia de Ponikly. ¡Organista de
Ponikly! ¡El, que todavía el día antes andaba como un gitano, de pueblo en
pueblo, de mercado en mercado, de mesón en mesón, de fiesta en fiesta; él, que
no dejaba escapar boda ni bautizo sin apañarse para ganarse algunas monedas de
cobre con su oboe o con el órgano, que manejaba mejor que todos los organistas
de la comarca!… ¡Organista de Ponikly!
Desde ahora iba a empezar para él una
existencia metódica y tranquila; poseería casa propia, podría cultivar un
huertecito todo suyo… Una casita, un huerto, un sueldo fijo de ciento cincuenta
rublos anuales, amén de otros ingresos probables; un cargo honrosísimo, ya que
sus servicios estaban dedicados única y exclusivamente a la gloria de Dios y
podían, por lo tanto, equipararse con los de sus propios ministros…
¿Qué más podía apetecer? ¡Y pensar que
tiempo atrás, siendo como era el mejor organista de la comarca, cualquier
rústico de Zagrabia o de Ponikly, por el mero hecho de poseer dos yugadas de
tierra, se creía con derecho a mirarle por encima del hombro!… No dejarían de
saludarle ahora, ahora que desempeñaba un cargo tan importante; porque no era
cosa de tomarse a broma eso de ser organista de una parroquia tan grande como
la de Ponikly.
A decir verdad, Klen aspiraba a este destino
desde mucho tiempo; mas viviendo todavía el señor Milnitzki, su antecesor, ni
remotamente había que pensar en la realización de aquel ardiente anhelo. Es
verdad que a duras penas podía el buen anciano mover sus gotosos dedos sobre el
teclado, por lo cual salíanle las melodías horriblemente contrahechas y
desafinadas; pero por espacio de veinte años había estado sirviendo a Dios al
lado del señor canónigo, y ni por asomo se hubiera atrevido éste a pensar que
podía ser substituido en vida.
Pero un día la yegua del señor canónigo,
enfurecida de pronto, y sin que nadie supiese por qué, dio al anciano organista
una coz tan descomunal en pleno pecho, que lo mandó al otro mundo en cosa de
tres días. Y no se entretuvo Klen; presentose inmediatamente al canónigo, y le
hizo en toda regla la demanda del empleo vacante por la muerte del señor
Milnitzki. Y como quiera que el canónigo había tenido ocasión infinidad de
veces de admirar la destreza y la pericia de Klen, y sabía perfectamente lo
difícil que hubiera sido encontrar quien rivalizar pudiera y más digno sucesor
de su difunto amigo fuera, ni aun buscándolo en la ciudad, no titubeó un
segundo en concederle la prebenda.
Pero ¿cómo era que Klen supiese tocar con
tanta perfección, no sólo el órgano, sino también el oboe y otros diversos
instrumentos? ¿De quién había heredado tan asombrosas aptitudes? De su padre,
no por cierto. Este, sencillo campesino de Zagrabia, después de haber rodado
medio mundo como soldado en sus mocedades, habíase visto reducido a fabricar sogas
y cordeles de cáñamo, consolándose de la ruindad del oficio con el humo que
todo el santo día sorbía de su pipa, único instrumento que con los labios sabía
manejar.
Klen, por el contrario, ya de niño se
metía siempre donde había música, quedándose absorto largas horas, cual si en
éxtasis estuviera. Ya mayorcito, había hallado la manera de ser útil al señor
Milnitzki tirando del fuelle del órgano, y el anciano organista de Ponikly, que
conocía la afición del muchacho, enseñole a tocar su instrumento. A los tres
años ya sabía Klen más que su maestro. Un día, inopinadamente, desapareció el
joven músico del país con una farándula de músicos ambulantes llegados a
Zagrabia Dios sabe cómo.
Muchos años estuvo con ellos errando como
un perro vagabundo por villas, pueblos y villorrios, ganándose el sustento en
las ferias, en los banquetes, en las iglesias, en todas partes donde había
posibilidad de embolsar unas perras. Más tarde, muertos o dispersados sus
compañeros, volviose a Zagrabia, flaco, andrajoso, pobre como una rata, y desde
entonces había vivido libre como un pájaro, pidiendo al aire su sustento y
poniendo su música, ora al servicio de Dios, ora al servicio de los hombres.
De esta suerte fue su nombre, poco a
poco, adquiriendo mucha fama, pese a algunos de sus paisanos, que le
reprochaban su «liviandad». Se hablaba de él en Zagrabia, en Ponikly y en todas
las cercanías. Decían las gentes: «Será lo que queráis; pero lo cierto es que
cuando Klen coge su instrumento y se pone a tocar, hasta Dios debe tenerle
envidia, porque con su música les hace saltar las lágrimas a los hombres».
A veces le preguntaban: -Oye, estimado
Klen: ¿tendrás, acaso, dentro de ti un diablo que te inspire?
Y, en efecto, era muy de creer que un
diablo se había posesionado de aquel hombre enjuto, de tronco anguloso y largas
piernas.
En las principales festividades del año o
en las grandes solemnidades habíale llamado alguna vez el señor canónigo para
que substituyera provisionalmente al anciano Milnitzki. En semejantes ocasiones
olvidábase por completo de sí mismo y de cuanto le rodeaba; y cuando los
corazones de los fieles palpitaban recogidos en la devoción; cuando subía el
incienso hacia la bóveda del templo, extendiéndose en nubes olorosas; cuando el
órgano mezclaba sus voces a las voces del pueblo que cantaba a Dios sus
alabanzas, él puede decirse que no existía. Los cantos y los himnos de los
feligreses, el tañido de las campanas, el flamear de los cirios en el altar, el
áureo centelleo de los candelabros y de los relicarios, el perfume de la mirra,
del ámbar y otras esencias tropicales, le embriagaban, haciendo volar su
espíritu más allá de las regiones terrestres. Y cuando el canónigo, entornando
los ojos, alzaba la custodia, resplandeciente de luz, para bendecir al pueblo,
entonces Klen, desde su puesto, inclinaba también la cabeza, y en el inefable
arrobamiento de su espíritu parecíale que el órgano tocaba solo, que las voces
de sus cañones se elevaban como olas, fluían como ríos, chorreaban como
manantiales; que llenaban la iglesia toda, flotando bajo la bóveda, junto al
altar, mezcladas con el humo de los incensarios, con los rayos del Sol y con
las almas de los fieles prosternados: unas, potentes y majestuosas como
truenos; otras, como cantos humanos, llenas de palabras vivas, y otras, aun
suaves, menudas, sueltas como lentejuelas o como trinos de ruiseñor.
Acabada la misa, bajaba Klen por la
angosta escalera del órgano con el alma todavía vibrante de entusiasmo y los
ojos encantados y llenos de estupor, cosa que él, hombre sencillo, atribuía al
cansancio. En la sacristía, el canónigo le ponía unos groszy en la palma de la
mano, mientras cuchicheaba al oído una alabanza, y ya entonces se marchaba
Klen, mezclándose con los fieles, que se estrujaban en el umbral de la iglesia
para salir. Y la gente le saludaba siempre -por más que no tuviese ni tierras
ni choza…- con inequívocas muestras de estimación.
Pero no era la consideración de sus
paisanos lo que a Klen más le interesaba. Era otra cosa, una cosa que Klen
anteponía a todo: a Zagrabia, a Ponikly, al mundo entero, y esta cosa era Olka,
la hija del ladrillero de Zagrabia. Aquella muchacha se le había puesto en el
corazón como una garrapata, valiéndose de sus ojos azules como dos acianos, de
sus blancas mejillas y de sus labios rojos cual cerezas. En los momentos de
sangre fría -raros, en verdad-, bien comprendía Klen que jamás el ladrillero
habría de darle su hija por esposa, y decíase entonces, viendo claro en la
cuestión, que más le valdría no pensar más en ella. Pero también comprendía,
lleno de espanto, que jamas, jamás podría el muy cuitado olvidar a la muchacha,
y triste, cabizbajo, pensaba para sus adentros:«¡Demonio, y cómo se me ha
colado en las entretelas del corazón!
¡Ni con tenazas sería posible
arrancarla!» Por ella abandonó su vida trashumante; por ella vivía, respiraba,
y cuando tocaba el órgano, con sólo pensar que Olka tal vez le estaba
escuchando salíanle las tocatas de un modo magistral.
Y ella, ella le empezó a querer por lo
bien que tocaba; pero luego púsose a amarle por lo que valía en sí y con toda
su alma. Nada había en el mundo para Olka como aquel hombre, a pesar de su cara
estrambótica y aceitunada, de sus ojos errabundos, de su casaca raída, de su
menguado abrigo de pieles, que no alcanzaba a taparle la casaca, y de aquellas
piernas tan largas que más bien parecían las de una cigüeña.
Quien no compartía este mismo modo de
pensar era el padre de la muchacha, el ladrillero de Zagrabia, el cual, por
cuanto se encontraba muchas veces sin una perra en el bolsillo, no hubiera
consentido jamás en dar su Olka a Klen. «A la niña», decíase el ladrillero,
«todo el mundo la pretende. ¿Para qué, pues, uncirla al carro de ese
azotacalles de Klen?» Y apenas si le dejaba traspasar de vez en cuando al pobre
músico la puerta de su casa.
Pero con la muerte del viejo Milnitzki y
el subsiguiente nombramiento de organista de Ponikly, ya tomaban las cosas un
diverso aspecto. Aquella misma mañana, apenas firmado el contrato, había volado
Klen a casa del ladrillero, que le había acogido con las siguientes palabras: -No
quiere decir esto que ya te dé mi consentimiento; pero, vamos, un organista ya
no es un azotacalles.
Y hablándole así, habíale hecho entrar en
casa, obsequiándole luego con unas copitas de buen ron, tratándole con toda clase
de miramientos. Y al presentarse Olka, mucho se había regocijado el viejo en
presencia de los dos jóvenes de que Klen fuese ya todo un señor, de que
poseyese una casita propia y un huertecito, todo suyo, y de que después del
señor canónigo fuese el más notable personaje de Ponikly.
El joven organista se había quedado allí
toda la tarde, con gran regocijo suyo y de su adorada Olka, y regresaba ahora a
Ponikly por la carretera cubierta de nieve, envuelto en la púrpura del
crepúsculo. El frío se iba haciendo más y más intenso; pero andaba Klen con
paso acelerado, sin reparar en ello, absorto y embelesado por el recuerdo de
los acontecimientos de aquel día.
Y en verdad que había sido aquel día un
día bien feliz, como jamás recordaba haber pasado otro igual en su vida.
Por la carretera, desnuda, sin un árbol,
serpenteando a través de los prados cubiertos de nieve congelada, que tomaba a
la luz del ocaso reflejos rojos y azulados, llevaba Klen su felicidad, cual
diminuta linterna luminosa que debía ya para siempre iluminarle en las
tinieblas.
Mientras caminaba volvía a vivir con el
recuerdo los episodios del día aquel. Una a una veníansele al pensamiento las
palabras que el canónigo le dirigiera por la mañana, al conferirle el
nombramiento suspirado, y la firma del contrato, y la amistosa acogida del
ladrillero, y, más que todo, las palabras que Olka le había cuchicheado en un
momento en que habían quedado solos: -Para mí eres siempre el mismo. Yo te
hubiera seguido a todas partes, con los ojos cerrados, hasta más allá de los
mares. Pero es mejor así, porque así padre estará contento.
Entonces Klen, emocionado y con el
corazón henchido de gratitud, habíala besado en el codo, sin acertar a decir
otras palabras que las siguientes:
-¡Que Dios te lo pague, Olka, por toda la
eternidad! Amén.
Ahora, al recordarlas, parecíale que
había estado un poco ridículo, y se avergonzaba de haberle besado el codo y de
haberle contestado tan lacónicamente. Arrepentíase de ello también porque no le
cabía duda alguna de que en aquel momento le hablaba Olka con la mayor
seriedad, de que era certísimo de que le hubiera seguido más allá de los mares,
si el padre se lo hubiera permitido. ¡Oh, querida, querida Olka! ¡Qué delicioso
sería caminar en este momento, apoyado en tu brazo, por esa carretera triste,
desierta, sepultada bajo la nieve!
-¡Oh, corazoncito mío, dueña y señora
mía! -murmuraba Klen, acelerando más y más el paso.
Y crujía más fuerte la nieve bajo sus
plantas.
Al cabo de un instante pensó: -¡Una
muchacha como Olka es imposible que mienta!
Y, de repente, un sentimiento de inmensa
gratitud le inundó el corazón. Si en aquel instante hubiese tenido a Olka a su
lado, de seguro que no hubiera podido resistir la tentación de abrazarla y
estrecharla con todas sus fuerzas contra su pecho. Eso es lo que hubiera debido
hacer por la tarde al despedirse… ¿Pero acaso no sucede siempre así? Es
precisamente en el momento de obrar o de hablar con el corazón en la mano
cuando el hombre se pone más torpe y se le traba la lengua. ¡Oh, cuánto más fácil
resulta tocar el órgano!
Mientras tanto, las fajas purpúreas y
doradas que cerraban el horizonte íbanse transformando poco a poco en doradas
cintas de color ámbar. Llegaba la noche, y las estrellas aparecían en el
firmamento, mirando desde lo alto a la tierra, con la glacial severidad con que
acostumbran a mirar en las heladas noches del invierno.
El frío iba siempre en aumento, y el
nuevo organista de Ponikly sentía que le penetraba hasta los huesos y le
quemaba las orejas. Como sabía tan bien el camino, decidiose a ir a través de
los prados, para acortar el trayecto y llegar más pronto a casa. Muy pronto
encontrose, pues, en el espacio que la nieve había puesto liso y uniforme, y en
el cual se destacaba en negro su silueta larga y estrambótica.
Entonces le vino la idea de echar una
tonadilla con su oboe para matar el tiempo, al par que para mover los dedos,
cuyas yemas se le iban helando. Y cosa singular: aquellas notas, cual si
tuvieran miedo de la inmensa llanura, blanca y solitaria, salían del instrumento
tímidas y temblorosas, y la cosa era más de extrañar toda vez que tocaba Klen
alegres melodías. Eran las canciones que había tocado aquella misma tarde en
casa del ladrillero, entre dos copitas de ron, y que Olka había ido siguiendo
con su linda vocecita. Había querido empezar por la que había escogido primero
Olka, y que decía: Iguala, Dios mío, valles y montañas, a fin de que todo, todo
sea igual; haz, Dios mío, que hasta mí llegue mi amada sin tardanza, para
consolar mi mal.
Pero la tonadilla no le había agradado al
ladrillero, por demasiado sencilla y pastoril, pues gustábanle coplas más
refinadas. Entonces habían escogido otra que Olka había aprendido en la casa
señorial de Zagrabia: Ludovico, el buen infanzón, sale de caza; Elena, bella
como un sol, queda en la cama.
Vuelve el infanzón; chilla y late la
jauría; clarines suenan… Duerme Elena todavía.
Esta sí que le había gustado al
ladrillero; pero la mejor, sin disputa, había sido la «Canción de la jarra
verde», que había provocado en los tres sonoras carcajadas. En esta canción,
una moza se lamenta amargamente ante los tiestos de su jarra rota: ¡Roto me
has, señor, la jarra verde!
Y el caballero, queriéndola consolar, la
replica inmediatamente: ¡Cesa, mi niña, no llores, no; la jarra verde te pago yo!
Olka, al cantar, alargaba cuanto podía
las palabras: «La ja a rra ve e erde», y estallaba luego en grandes risotadas;
entonces Klen, soltando el oboe, le contestaba en tono patético, como el
caballero de la canción: ¡Cesa mi niña, no llores, no!
Y ahora, en medio de la noche, volvía a
tocar la «Canción de la jarra verde» y al evocar la alegría y el holgorio de la
tarde, poníase a reír cuanto se lo permitían los labios, atareados en tocar el
instrumento.
Pero el frío se hacía más y más intenso;
poco a poco, los labios se le pegaban, ateridos, al oboe, y los dedos, en lugar
de ablandárseles, se lo ponían más tiesos. Pronto ya no le fue posible tocar, y
continuó caminando, algo jadeante, con la cara envuelta en niebla.
Al cabo de un rato experimentó una gran
fatiga. No había pensado en que en los prados se acumula la nieve mucho más que
en las carreteras, y que le sería más penoso sacar sus largas piernas de aquel
espesor. Aquí, allá, por la inmensa llanura blanca, había surcos y zanjas que
la nieve había colmado, disimulándolos, y en los que se hundía Klen hasta las
rodillas. ¡Cuánto se arrepentía el pobre organista de haber dejado la
carretera! Allí, por lo menos, podía haber encontrado algún carro que lo
hubiera llevado hasta Ponikly.
En el firmamento brillaban las estrellas
con creciente fulgor; el frío aumentaba cada vez más, y Klen prosiguió su
camino de prisa, muy de prisa, bañada en sudor la frente. De vez en cuando se
alzaban unos soplos de viento que desde los prados corrían hacia el río, y que
le penetraban al pobre Klen hasta los huesos.
Una vez más probó a llevarse el oboe a
los labios; mas el andar con la boca tapada le causaba enorme fatiga. Entonces
se sintió rodeado de una terrible soledad… ¡Qué impregnado estaba todo de
quietud, de misterio, de extraña y sorda calma!… Y no ya a Ponikly, donde le
aguardaba su tibia casita, sino a Zagrabia voló su pensamiento: «A estas horas
ya debe estar Olka preparándose para acostarse -pensaba-; ¡pero, gracias a
Dios, es bien caliente su choza!» Y la certeza de que Olka estaba bien guardada
del frío en su aposento era para su corazón un gran consuelo, consuelo tanto
mayor cuanto más intenso era el frío que él sentía.
Finalmente, llegó al límite de los
prados, allá donde empiezan los pastos, que están salpicados de matorrales de
enebro. Sentíase Klen tan fatigado, que la sola idea de descansar un rato bajo
uno de aquellos espesos matorrales le daba una gran alegría. Pero pensó: «Me
voy a quedar helado», y continuó andando.
Por desgracia, en derredor de las matas de
enebro, como también al pie de los setos, la nieve se amontona, y forma como
unos alzamientos de terreno. Klen franqueó algunos de estos alzamientos, pero
con enorme fatiga; luego, sintiendo que le abandonaban las fuerzas, díjose:
«¡Voy a sentarme; mientras no me duerma no hay peligro de que me quede helado!»
Sentose, y para ahuyentar el sueño volvió a tocar la «Canción de la jarra
verde». Otra vez las notas salían del oboe tristes y miedosas y resonaban
lúgubremente por la llanura congelada; pero los párpados del pobre músico
pesaban como piedras sobre sus pupilas y la melodía de la jarra verde decrecía
poco a poco, hasta que, por último, se extinguió.
Pero todavía luchaba Klen con el sueño,
conservando su lucidez; todavía pensaba en Olka… Unicamente cada vez se sentía
más solo, más abandonado en aquel inmenso espacio vacío, y, por fin, una gran
estupefacción pareció invadirle todo al ver que Olka no estaba allí con él, en
medio de aquella noche y de aquel yermo… Entonces exclamó: -¡Olka! ¿Dónde
estás?
Al poco rato volvió a exclamar, como si
la llamara: -¡Olka!…
Y sus manos crispadas dejaron caer el
oboe..
Al día siguiente los primeros albores del
amanecer iluminaron el cuerpo de Klen: sentado sobre la nieve, con el oboe a
sus pies, sus largas piernas parecían petrificadas y su cara, amoratada,
parecía asombrada y atenta a la vez a las últimas notas de la «Canción de la
jarra verde».
FIN
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