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martes, 22 de noviembre de 2016

Una historia de España (LXXV)


PATENTE DE CORSO

Transformado el golpe militar en guerra civil, el bando nacional -a diferencia del republicano- comprendió, con mucha lucidez militar, la necesidad de un mando único para conducir de forma eficaz aquella matanza. También la Alemania nazi y la Italia fascista exigían un interlocutor concreto, un nombre, un rostro con quien negociar apoyo financiero, diplomático y militar. Y su favorito de toda la vida era el general Franco. Ante esa evidencia, la junta rebelde acabó cediendo a éste los poderes, que se vieron reforzados -aquel espadón gallego y bajito era un tipo con suerte- porque los generales Sanjurjo y Mola palmaron en sendos accidentes de aviación. Y cuando las tropas nacionales fracasaron en su intento de tomar Madrid, y la cosa tomó derroteros de guerra larga, el flamante jefe supremo decidió actuar con minuciosa y criminal calma, sin prisas, afianzando de forma contundente las zonas conquistadas, sin importarle un carajo la pérdida de vidas humanas propias o ajenas. La victoria final podía esperar, pues mientras tanto había otras teclas importantes que ir tocando: asegurar su poder y afianzar la retaguardia. Así, mientras la parte bélica del que ya se llamaba Alzamiento Nacional discurría por cauces lentos pero seguros, el ahora Caudillo de la nueva España se puso a la tarea de concentrar poderes y convertirla en Una, Grande y Libre -eso decía él-, aunque entendidos los tres conceptos muy a su manera. A su peculiar estilo. Apoyado, naturalmente, por todos los portadores de botijo, oportunistas y sinvergüenzas que en estos casos, sin distinción de bandos o ideologías, suelen acudir en socorro del vencedor preguntando qué hay de lo mío. A esas alturas, la hipócrita política de no intervención de las democracias occidentales, que habían decidido lavarse las manos en la pajarraca hispana, beneficiaba al bando nacional más que a la República. De modo que, conduciendo sin prisas una guerra metódica cuya duración lo beneficiaba, remojado por el clero entusiasta en agua bendita, obedecido por los militares, acogotando a los requetés y falangistas que pretendían ir por libre y sustituyéndolos por chupacirios acojonados y sumisos, reuniendo en su mano todos los poderes imaginables, el astuto, taimado e impasible general Franco (ya nadie tenía huevos de llamarlo Franquito, como cuando era comandante del Tercio en Marruecos) se elevó a sí mismo a la máxima magistratura como dictador del nuevo Estado nacional. Con el jefe de la Falange, José Antonio, recién fusilado por los rojos -otro golpe de suerte-, los requetés carlistas bajo control y las tropas dirigidas por generales que le eran por completo leales -a los que no, los quitaba de en medio con mucha astucia-, Franco puso en marcha, paralela a la acción militar, una implacable política de fascio-militarización nacional basada en dos puntos clave: unidad de la patria amenazada por las hordas marxistas y defensa de la fé (entonces  aún se escribía con acento) católica, apostólica y romana. Todas las reformas que con tanto esfuerzo y salivilla había logrado poner en marcha la República se fueron, por supuesto, al carajo. La represión fue durísima: palo y tentetieso. Hubo pena de muerte para cualquier clase de actividad huelguista u opositora, se ilegalizaron los partidos y se prohibió toda actividad sindical, dejando indefensos a obreros y campesinos. Las tierras ocupadas se devolvieron a los antiguos propietarios y las fábricas a manos de los patronos. En lo social y doméstico «se entregó de nuevo al clero católico -son palabras del historiador Enrique Moradiellos- el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural». Casi todos los maestros -unos 52.000- fueron vigilados, expedientados, expulsados, encarcelados o fusilados. Volvieron a separarse niños y niñas en las escuelas, pues aquello se consideraba «un crimen ministerial contra las mujeres decentes», se suprimió el divorcio -imaginen el desparrame-, las festividades católicas se hicieron oficiales y la censura eclesiástica empezó a controlarlo todo. Los niños alzaban el brazo en las escuelas; los futbolistas, toreros y el público, en estadios, plazas de toros y cines; y hasta los obispos lo hacían -ver esas fotos da vergüenza- al sacar al Caudillo bajo palio después de misa, mientras las cárceles se llenaban de presos, los piquetes de ejecución curraban a destajo y las mujeres, devueltas a su noble condición de compañeras sumisas, católicas esposas y madres, se veían privadas de todos los importantes progresos sociales y políticos que habían conseguido durante la República.
[Continuará].

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